miércoles, 9 de febrero de 2011

Camas Calientes Ceragem

En menos de dos años las camillas termomasajeadoras –o camas coreanas– se han convertido en el último aullido de las terapias alternativas y sin hacer distingos sociales. Para algunos es un generoso milagro de la medicina oriental. Para otros, un suculento negocio radicado en las técnicas del no marketing y de las sectas religiosas. Arriesgamos nuestra espalda en esta peligrosa misión.





“¡Ay! ¡Dios mío! ¡Ay!”, se queja con amargura Rosa Bustamante cuando los calientes rodillos de jade le recorren la columna vertebral, zarandeándole el anquilosado sistema óseo de su espalda.

Ella, dama entrada en edad y en achaques, lleva sólo unos cuantos segundos extendida en la camilla termomasajeadora y dudo que vaya a poder terminar los, que ahora me parecen eternos, 40 minutos de sesión gratuita de tortura-masajes.

“Aguante, aguante, la primera vez es así. Respire por la nariz y bote por la boca”, le recomienda la señora recostada a su lado, con la experiencia de asistente asidua al local de Ceragem en Santa Rosa con la Alameda. “Esquina por donde pasan todas las micros”, destacó poco antes un monitor.

Recostado en mi camilla escucho los quejidos poco viriles de un varón también primerizo, cuando el rodillo detiene su andar en mi baja espalda y se ensaña con mis riñones, la presión me provoca un dolor persistente que sólo el orgullo me obliga a tolerar. No sé si funciona así o se echó a perder, pero me abstengo de preguntar para no correr el riesgo de haberme encalillado. El calor aumenta y ya se me calcinan los cálculos cuando el rodillo se desplaza de nuevo. Como buena samaritana, la mujer de la camilla vecina alivia mis funestos pensamientos: “Primero le hace tres recorridos por la espalda y luego se detiene dos minutos en cinco centros neurálgicos”.

La monitora se olvidó de los otros novatos, concentrada en calmar a la señora Bustamante, cuyos lamentos aumentan y, si no fuera por su avanzada edad, diría que está pariendo.

DE COREA CON AMOR

En marzo de 2005, la empresa coreana Ceragem se instaló en Chile con el objetivo de expandir por Latinoamérica su exitoso negocio nacido 10 años antes en Corea del Sur: vender sus termomasajeadores CGM 3500, rebautizados como “camas coreanas”. Se trata de unas camillas con un rodillo interno de piedra de jade que emite helio y tres placas carbónicas que aportan rayos infrarrojos. A lo que se suman dos proyectores externos de piedra de jade, llamados huevera por su forma.

“La filosofía de nuestra empresa es entregar atención con amor, servicio y calidad”, dice en coreano Insung Lee, y Andrés Lee lo repite en castellano. Ellos no son hermanos, aunque a primera vista sean igualitos.

El primer Lee es el gerente general de la empresa en Chile y explica que Ceragem nació de la búsqueda de tratar diversas enfermedades por medio de terapias alternativas basadas en la medicina oriental.

PACIENCIA ORIENTAL

Silvia Mauricci, una asistente chilena, me entrega un torpedo en que se explica que terrenalmente el “milagro” coreano opera sobre la base de un rodillo de jade que –a una temperatura entre 55º y 60º– realiza un masaje desde la cervical al cóccix efectuando cinco funciones: quiropraxia (endereza la columna y libera nervios comprimidos), moxibustión (estímulos de calor), acuprensión (presión en puntos y canales de energía) y rayos infrarrojos y de helio (que regularizan los sistemas nerviosos, las hormonas, la presión arterial, regeneran células y ayudan al sistema inmunológico).

Eran cerca de las 10 de la mañana cuando ingresé al local D de Santa Rosa Nº 2. Afuera había varios adultos mayores que ingresaban o salían saludándose como viejos conocidos. El recinto estaba repleto y una monitora me entregó un tarjetón amarillo con el uno, “le toca como a las 12:40”, me dijo ella, y los carteles advertían: “No se puede salir con el número, ni guardar puestos”. El que quiere ser masajeado debe tener paciencia oriental.

Unas 200 personas –muchas mujeres, varias tejidos en ristre– estaban sentadas frente a un pizarrón blanco, escuchando a María Angélica, una atractiva monitora: “¿Cómo están mis pimpollos? A pesar de lo joven y buena moza que soy –jugueteaba ella–, yo también tengo varices”, e insinuó mostrar una pierna. Un anciano, de los escasos varones presentes, se puso de pie para no perderse la pantorrilla. “Dicen que el calor aumenta las varices, ¿cierto? Esto les haría mal… ¿verdad? Pero éste no es cualquier calor…”, afirma, y se explaya en las bondades de la camilla.

En las primeras 50 sillas estaban quienes tenían tarjetón rosado, en las otras 50 los de tarjetón rojo, luego venían los anaranjados y a los amarillos nos tocó unos incómodos pisos plásticos. A los 20 minutos mi espalda bramaba por un masaje, aunque fuera con piedra pómez.

A un costado, otras 50 personas con camiseta blanca estaban tendidas en las camillas, ubicadas entre paredes cubiertas de mariposas y flores de papel, que daban un aire de jardín infantil al recinto. También había diversos afiches de columnas vertebrales y espaldas con sus centros neurálgicos.

Pronto en los primeros asientos comenzó un ir y venir hacia los vestidores, desde donde regresaban con tenidas albas. Llegó el momento del reemplazo y María Angélica lanzó el grito de guerra: “¡Yumby!”. ¡CERAGEM!, respondieron todos y palmotearon tres veces, para repetir ¡CERAGEM! dos veces más y concluir todos juntos en un sonoro ¡FIGHTING! que la “cheerleader” se tradujo como “esfuerzo, lucha, fuerza para combatir las enfermedades”.

NO MARKETING

Cuando en Corea Ceragem alcanzó los 400 centros, los jefes de los Lee decidieron salir a curar al mundo. Primero causaron furor en España, luego en Estados Unidos y hoy tienen 1.400 centros distribuidos en 60 países. En Chile, la cabeza de playa para conquistar Latinoamérica, ya tienen cuatro centros y pretenden llegar a 20.

Porque, sin duda, más extraño que la camilla es que la terapia sea gratuita y que se puede repetir tantas veces se quiera (o aguante la espalda) y sin compromiso alguno. “Damos charlas de salud, pero jamás decimos ‘compre camilla’. No hay presión. Que la gente sé dé cuenta sola”, traduce Lee lo que dijo el otro Lee.

Este sistema de no marketing, basado sólo en la experiencia, el copucheo –y unos cuantos reportajes como éste–, les ha permitido vender en Chile cerca de dos mil camillas a un monto de 1,8 millones de pesos. Una de las compradoras fue Sonia Constancio, quien sufre de artrosis. “En un paseo por la Municipalidad de Providencia, una señora me invitó a conocerlas. Fui durante dos meses, iba a la rastra y salía caminando. Cuando vendí un departamento la compré al contado porque no la venden de otra forma. Ahora la uso 40 minutos al día y la arriendo a conocidos y recomendados a 1.500 pesos la sesión. A este paso algún día recuperaré parte de la inversión”.

Los tarjetones rojos remplazaron a los rosados, que partieron a las camillas. Los anaranjados avanzaron y los amarillos, para alivio de mi columna, al fin tocamos sillas. A un tal José Luis le tocó animar a las “chiquillas y chiquillos” y su charla versó sobre la diabetes, mal para el cual también sería útil la camilla, “es medicina complementaria que no cura las enfermedades degenerativas, pero detiene su avance y mejora la calidad de vida”.

En EEUU, Ceragem fue demandado por publicidad engañosa por alguien que creyó que la camilla podía curar el cáncer. Los Lee me explican que existe un caso de sanación, pero lo atribuyen a un cambio en la predisposición interna de la persona gracias a que la terapia “se aplica en canales por donde fluye la energía corporal y mental” de cada uno.

Tras nuevos gritos de ¡CERAGEM!, ¡CERAGEM! y sus respectivos palmoteos avanzamos un poco más, y a esa altura era mi estómago el que reclamaba. Llegó el turno de Silvia en la animación, quien cual guía scout conminó a hacer ejercicios de soltura corporal. Los viejitos se pararon ágiles, levantaron los brazos, se pusieron de puntillas y luego se agacharon. Sentí una crujidera de huesos demasiado cercana y opté mejor por sentarme.

CATRE MÁGICO

Luego, la porrista señaló que la larga espera –“¿qué son dos horas comparado con los años que arrastramos los achaques?”– se compensa con los beneficios que otorga la camilla, “pero no esperen que sean inmediatos, sólo a partir de la tercera o quinta sesión se sienten los efectos. ¿No es verdad?”, y varios acólitos asintieron con la cabeza y hasta –ya medio adormilado– me pareció escuchar algunos ¡amén!

“Leí en Internet que han sido acusados de ser una secta”, le comento a los Lee.

“¿Religión?”, me pregunta el Lee criollo abriendo tremendos ojos... o mejor dicho sorprendido. Tras un largo diálogo en coreano con el otro Lee, nuestro Lee me responde lacónico: “Donde muchedumbre siempre rumores, pero nuestra empresa no autoriza hablar de política ni religión”.

Un nuevo avance y otra monitora se encarga de despabilarme. Es la hora de los testimonios, ella misma cuenta el caso de un señor que sufría cefaleas y llevaba 12 años sin dormir, tras 10 sesiones roncaba tan feliz que optó por comprar la camilla. Y luego cuenta de otro personaje que debía acudir al kinesiólogo cuatro veces a la semana a siete mil pesos cada sesión; tras descubrir Ceragem prefirió atención gratuita y juntar el dinero para adquirir el catre mágico. Pero también hubo otro en vivo y en directo. Ida Naumbel se acercó al estrado arrastrando los pies. Cuando dijo tener 92 años, un ¡oooh! y un aplauso brotaron espontáneos. “¡Qué linda! ¡Dios la bendiga!”, dijeron varios. “Yo vine muy enferma, no podía caminar, no comía, no dormía. Cuando joven andaba en patines, en bicicleta, y ahora estaba desahuciada. Cuando me enteré de Ceragem le conté a mi hijo. ‘Has la prueba, viejita, anda con toda la fe del mundo’, me dijo. A las dos semanas ya movía los pies, al mes caminaba. Y al mes y medio llegué a la casa, tomé la bicicleta y me encomendé a Ceragem: ‘Ayúdame, Ceragem, ayúdame, yo creo en ti’, dije y... pedaleé por toda la casa”. Me sorprendí aplaudiendo de pie junto a la emocionada concurrencia, dispuesto hasta a robarme la camilla si fuese necesario. “Ahora no tengo ningún dolor, pero hay que ser constante”, concluyó la anciana, y se retiró rauda. “¡Hay que ser constante!”, repitió la monitora, y advirtió que “no deben desistir cuando vienen los dolores del ‘premejoramiento’”, enfriando mi entusiasmo.

PREMEJORAMIENTO

Al fin los amarillos estábamos en primera fila. La “cheerleader” pidió que algún primerizo hablara. Rosa Bustamante, ayudada por una muleta, subió al estrado mientras me hundía en el asiento. “Del Barros Luco me mandaron para acá. Soy atropellada, tengo problemas en una cadera y el brazo se me salió del hombro. Le pedí a mi marido que me trajera, pero él es ‘reácido’ [supongo que pesado y renuente] para estas cosas. Pero como ahora mandamos las mujeres, yo vine no más”, dijo, aniñada, Bustamante.

Por fin pasamos a las camillas; zapatos, cinturón y todo lo que llevábamos en los bolsillos quedó en un canastillo rojo. Me tendí en la camilla y la monitora me advirtió: “Mantenga la vista en el techo y no se duerma, porque se puede quemar y la columna cambia de posición”. Desilusionado, me despedía de la pestañada que ansiaba, cuando el rodillo comenzó a masajear.

A la salida del recinto, mientras espera su turno Gilda Unda vende camisetas blancas, “a luca y a mil... en algo hay que trabajar”, dice ella, quien asegura haber ido “unas 200 veces”, y cuenta que “tenía líquido en la rodilla y la columna chueca. La cama me enderezó y crecí un poco más. También me hizo bien para las várices”, afirma.

Le pregunto por los dolores de premejoramiento. “Son terribles, es el cuerpo que se acomoda, pero es señal de que se está mejorando. Pasan como a los cuatro o cinco días, pero otros efectos duran más”, contesta.

“¿Cómo cuales?”,

“La orina también se oscurece o sale con espuma. Como yo era enferma crónica del esófago, anduve como cuatro meses con la función”.

“¿Cuál función?”

Se lleva la mano a la boca y gesticula. Ante mi rostro impávido, contesta molesta: “Botando pollos, señor, botando escupos”. Decido que es el momento de marchar. LND

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